Me enfrento a un dilema: tengo que tomar una decisión

Pepe Cabello es empresario de vocación, formado en habilidades comerciales e interesado por la Inteligencia Emocional y la PNL, fundó Diamond Building, compañía que dirige y en la que ejerce como coach.

¿Has sentido alguna vez miedo por tener que tomar una decisión? Como empresarios es algo que hacemos cada día y de hecho el éxito o el fracaso de nuestros negocios dependen en gran medida de las decisiones que tomamos en el día a día.

El ser humano toma alrededor de 20.000 decisiones al día, según un estudio realizado por Ernst Pöppel, doctor del Instituto de Psicología Médica de la Universidad de Múnich (Alemania)y especialista en neurociencia. Evidentemente, estas decisiones son, en su mayoría, procesos inconscientes y otro tanto decisiones banales, tales como ¿tomo café o té?, ¿me pongo la camisa blanca o azul?, ¿azúcar o sacarina? Por otro lado, a muchas de ellas no les otorgamos la importancia merecida, o simplemente no las “miramos de cara” porque nos causan un miedo atroz y terminamos sin decidir, lo que paradójicamente ya es una decisión en sí mismo.

El “cerebro lento”

Qué duda cabe de que algunas de estas decisiones son lo suficientemente importantes como para dedicar un momento y algo de energía de nuestro córtex cerebral (la parte racional) a desarrollarlas. A nuestra corteza cerebral la podríamos llamar, de manera cariñosa, el “cerebro lento”, ya que la velocidad de funcionamiento es inmensamente más reducida que la de nuestro “cerebro rápido”, o límbico. Además de lento, consume mayor cantidad de energía a la hora de estar usándolo.

La mayoría de las decisiones que creemos estar tomando de manera consciente, en realidad responden a un “patrón de certidumbre” o lo que podríamos llamar también “ley de familiaridad”. Es como si ya hubiéramos decidido lo que vamos a responder cada vez que se nos hace una pregunta igual. Por ejemplo: “¿cuánta gasolina le pongo?” La mayoría de personas simplemente responden, de manera inconsciente, la misma cantidad siempre. Lo mismo suele ocurrirnos en nuestros negocios, cuando compramos para abastecer nuestro stock. Incluso a veces tenemos tan interiorizadas las respuestas que vamos a dar a nuestros clientes que si tras varias visitas tuviéramos que escribir lo que hemos hablado, la mayoría simplemente no recordaríamos casi nada lo de hablado.

Ser conscientes de las decisiones que tomamos nos genera un nivel de estrés importante, por eso las automatizamos. Sin embargo, no nos damos cuenta de que esa automatización hace que terminemos respondiendo de manera similar y estandarizada ante situaciones absolutamente dispares, con las consecuencias dramáticas que esto puede provocarnos.

Precio y premio

Es como si al decidir dibujáramos una balanza en nuestra cabeza y pusiéramos en una de las bandejas la decisión a tomar (incluyendo evidentemente todo el precio a pagar por tomarla) y en la otra el premio a obtener, es decir, el objetivo o premio que obtendremos si pago ese precio de tomar la decisión.

Mira con detalle la diferencia emocional que te provocan ambos extremos de la balanza y te darás cuenta de que en muchas ocasiones lo que nos pasa es que ponemos nuestro foco en la parte en la que colocamos la decisión, el miedo y el dolor. Ese foco hace que la sensación aumente, ya que nos “recreamos” en ese escenario, aumentamos la experiencia vivida, tan sólo en nuestra imaginación, a tal extremo que terminamos afectando negativamente nuestro estado emocional.

De igual manera te invito a que te enfoques en el resultado, en aquello que realmente quieres lograr y hagas lo mismo. Imagina que lo has logrado, que no ha sido “para tanto”, que no sufriste. Es más, estás inmensamente feliz por haberlo logrado. Te darás cuenta que tu estado emocional también cambia, en este caso para bien.

Preocupaciones vanas

Enamórate del resultado que deseas y muchos de los miedos se disiparán. Sé que no todos, pero muchos sí. Decía Winston Churchill que «si de algo me arrepiento en mi vida, es de haberme preocupado de miles de cosas que jamás ocurrieron». Las personas pasamos a veces demasiado tiempo imaginando daños que nunca se producirán y esto nos hace sufrir por anticipado.

La verdad, es que siempre nos movemos entre esas dos aguas: lo que amamos y lo que nos da miedo. Por eso te invito a que “lo que ames, sea siempre más grande y fuerte que lo que temes”. Enfocarse en lo que temes es vivir en la parálisis, en reacciones irracionales, odios y rencores. Evidentemente no es una buena manera de vivir, porque además hay que sumarle que vas a seguir buscando referencias que sigan confirmando toda la historia que has armado en tu cabeza. Recuerda que “cada creencia (por mala que sea) encuentra sus evidencias”; Es curioso, pero nuestro propio bagaje cultural nos hace ahondar en esos patrones de certidumbre, y si no échale un vistazo a estos refranes: “Más vale lo malo conocido a lo bueno por conocer”, “mejor pájaro en mano que ciento volando” o “virgencita, virgencita, que me quede como estoy” son algunos de esos viejos dichos populares que nos han acompañado desde siempre y que dejan al cambio en tan mal lugar, hasta el punto de negarlo. Si lo piensas bien es algo absurdo, porque si hay algo inalterable en nuestra vida es que estamos sujetos a un cambio permanente, ya sea elegido o no. Pero esos antiguos axiomas reflejan una mentalidad muy asentada y que tiene incluso una buena base científica: la necesidad de que todo siga igual para saber exactamente qué es lo que va a pasar.

Saber qué es lo que quieres

La parte más importante en un proceso de toma de decisiones es saber qué es lo que quieres. Por eso, tener una visión clara y definida de lo que esperas y deseas es tan fundamental. La visión es el faro que ha de guiarnos.

“La visión es para un soñador lo que para un marinero las estrellas. Quizá no las alcancen a tocar jamás, pero le sirven para guiarse”. ¿Te atreves a declarar lo que quieres ser, lo que quieres hacer y lo que te gustaría tener? Si te animas, te invito a que lo redactes, lo escribas (con lujo de detalles) y una vez escrito y leído muchas veces por ti, te preguntes: ¿Qué pensaría de mí mismo/a si ya fuera así? ¿Cómo hablaría? ¿Cómo me movería? ¿Cuáles serían mis relaciones? ¿Cómo me alimentaría? ¿Qué resultados tendría?

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